El martillo
El martillo
Julián Santa
Don Miguel podía ver, con un detalle casi exclusivo de su profesión, como el martillo colgado en la pared no había tocado clavo alguno. Era obvio que salió directamente del empaque para ser puesto como decoración: tenía un extraño pero perfecto color rojizo que no era oxido y una clara falta de desgaste en el mango de caucho azul. Don Miguel, siempre que entraba al garaje, recordaba como el dueño del martillo, el señor Hernández, le prohibió tocarlo el día en que fue contratado. Esa diabólica herramienta estaba en un pedestal irracional de admiración, lo que causaba en don Miguel una angustia tremenda al no poder entender a su contratador. Pero por lo menos, pensaba don Miguel, siempre lo trataba bien.
Después de
una semana de trabajo en donde se dedicó casi exclusivamente a reparar mesas y
sillas, don Miguel decidió limpiar y organizar su espacio de trabajo. No hubo
problema alguno, recordaba la orden del señor Hernández y estaba evitando a
toda costa acercarse al martillo. Eran ya las tantas de la tarde cuando se
obligó a mirarlo. Algo había en la herramienta que le decía que la debía
limpiar. Estaba igual que la primera vez que la vio, solo que ahora llena de
polvo e insectos muertos como si estuvieran en una telaraña. Limpió el martillo
nervioso, rapidísimo, con miedo de alguna reprimenda del señor Hernández. Fue
difícil de limpiar, tenia una especie de pegote en el que tuvo que demorarse un
poco más de tiempo. Don Miguel, satisfecho de su trabajo, se fue a casa
creyendo que nadie se daría cuenta de su pequeño delito.
Al día
siguiente, junto al sol, don Miguel llegó al garaje para trabajar. Al abrir la
puerta se encontró al señor Hernández, mirando el martillo, dándole la espalda
con las manos cruzadas en ella, tal y como alguien suele observar una obra de
arte.
—Don Miguel, entiendo que haya visto necesario
limpiar mi martillo, estaba realmente sucio. Pero le di una orden. Una sencilla
orden. Y no me malentienda, usted me cae bien don Miguel, pero me ha
traicionado. Le abrí las puertas a mi casa, usted sabía que podía moverse por
donde quisiera e incluso tocar y coger lo que quisiera… cualquier cosa menos
este martillo. Usted tiene el suyo, ¿qué daño le estaba haciendo el mío? —Con la
herramienta en las manos, el señor Hernández le dio la cara a don Miguel. Sus
ojos estaban inyectados en ira—. No espero que me crea lo que le voy a decir,
pero por su bien y por el mío, hágalo. Hice una promesa con alguien peligroso,
demasiado peligroso, alguien que está más allá de su entendimiento, don Miguel.
Le di a usted la orden de que no lo tocara pues él se toma muy enserio las
promesas. Me duele hacer esto don Miguel, pero tiene que llevarse el martillo,
y tiene que matar a alguien con él.
Don Miguel
se quedó pasmado. Por unos segundos, con la boca abierta, sin parpadear
siquiera, le creyó al señor Hernández, pero luego lo golpeó la razón. Empezó a
reír, a reír sin control. Una carcajada de manicomio, doblado a la mitad como
un títere abandonado, con los ojos cerrados sin ninguna aparente intención de
ser abiertos. Cuando don Miguel por fin se calmó un poco, miró a los ojos aun
con una sonrisa estrellada en su cara al señor Hernández y se dio cuenta
hablaba en serio. La furia había desaparecido de su mirada, el señor Hernández
estaba aterrado. Don Miguel, sintiéndose amenazado, tomó el martillo, y, dudando
de si alguna vez volvería al trabajo, dio media vuelta y regresó a casa sin
despedirse. De algo estaba seguro al menos: no mataría a nadie Esa noche las
pesadillas empezaron.
Eran fotocopias,
la misma situación una y otra vez durante semanas. Siempre comenzaba corriendo
por la misma calle desconocida, hasta que llegaba al mismo callejón sin salida.
Sabía que lo perseguían, podía sentir la mirada clavada en su espalda y los
pasos desincronizados siguiéndolo. Siempre despertaba cuando se giraba para
enfrentar a su perseguidor. Jamás lograba ver quien era.
Como él esperaba,
no había vuelto al trabajo desde el incidente con el señor Hernández. Se pasaba
los días ayudando a su hija con sus tareas y discutiendo con su esposa sobre la
necesidad de su trabajo. Ella no podía mantenerlos a los dos con el miserable puesto
que tenía. Por las noches luchaba para no quedarse dormido, aterrado de su
perseguidor nocturno, pero sobre todo, aterrado de conocerlo. Perdía siempre.
La noche antes de volver al garaje del señor Hernández, don Miguel no despertó
al darse la vuelta en el callejón, si no junto al despertador de las 5 de la
mañana y el señor Hernández blandiendo el martillo directo hacia su cara.
Durante
sus días de mal sueño, don Miguel había guardado el martillo en el cajón más
alto de la cocina, en donde, además de ser difícil de alcanzar gracias a su
estatura, no pasaba mucho tiempo. Se fue olvidando de el poco a poco. Cuando
descubrió que su perseguidor era el señor Hernández, un impulso que sintió sobrenatural
lo llevó a buscar el martillo. Recordó al instante donde estaba, y casi rompe
la vajilla cara al intentar cogerlo. No le importó.
Llegó
corriendo a casa del señor Hernández, golpeó la puerta hasta que por fin se la
abrieron. El señor Hernández llevaba la barba descuidada y los ojos ojerosos,
pero aun viéndose tan cansado, el hombre imponía. Le dio el paso a don Miguel,
sin percatarse del martillo a plena vista en su mano derecha. En cuanto se
cerró la puerta, don Miguel dejó salir toda la ira que había acumulado. Este
era el hombre que lo había atormentado durante tanto tiempo. Algo poderoso tomó
el control, pero don Miguel disfrutó cada segundo después del primer golpe seco
del martillo en la sien del señor Hernández.
El hueso
crujió y un chorro de sangre acompañó la caída de la víctima. Fue tan inhumana
la carnicería que don Miguel no paró cuando los gritos y las manos luchando por
cobertura se detuvieron. Aquello sucedió a los pocos minutos. Don Miguel,
descontrolado por la rabia, siguió golpeando el cuerpo hasta que el sol se
cansó de la violencia y se escondió para dar paso a la noche. Exhausto, se dejó
caer al lado del cadáver, el martillo sucio en sus manos. Decidió limpiarlo y
ducharse antes de volver a casa. Se sentía tranquilo. Relajado.
Su mujer
le preguntó apenas llegó que era lo que había sucedido, que por qué estaba tan
feliz.
— No importa— le dijo—, creo que, por primera
vez en semanas, no voy a tener pesadillas.
Y no las tuvo. Si se había sentido pleno al haber asesinado al señor
Hernández, los gritos agonizantes y en busca de misericordia de su familia, lo
enloquecieron de placer. La ira lo dominaba. El poco miedo que sentía era el de
saber que lo que hacia lo disfrutaba. Se encontraba en el garaje de su casa. Se
hizo difícil caminar hacia su hija aterrorizada y acuclillada en una esquina
sin pisar la sangre de la madre, no quería ensuciar sus zapatos. El martillo
goteaba. No requirió de mucha fuerza para que el lloriqueo acabara. Agotado se
quedó junto los cadáveres, ya consciente de que soñaba, esperando despertar. La
alarma de las 5 de la mañana sonó. Don Miguel abrió los ojos. Nada había sido
un sueño. Su familia yacía muerta y el martillo ahora estaba colgado en la
pared de su garaje. Al verlo, supo que seguía sin haber tocado clavo alguno.
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