Bogotá

Bogotá
Julian Santa

Bogotá es tan especial que llega a tener las cuatro estaciones en menos de 24 horas. Por ello, cada bogotano medianamente experimentado revisa antes de salir de casa que lleve chaqueta para el frio, una camiseta de manga corta para el calor, zapatos resistentes a los charcos, una sombrilla y unas gafas de sol. Aun después de toda esa preparación, el bogotano olvida algún objeto de valor encima del comedor. Al llegar sus zapatos de tela parecen un charco andante y pesa 5 kilos más en ropa empapada.
El transporte no ayuda. Me he encontrado en situaciones en donde es imposible subirse a un bus. Hay personas que ni siquiera han podido pagar y van colgados de la maleta del pasajero más cercano. Es tanto el gentío que no es necesario sostenerse para no caer con los frenazos bruscos y los giros imprudentes. Salir del bus es otra odisea. Cualquier persona razonable empieza a abrirse paso entre la masa de sudor y maletas unas diez cuadras antes de bajarse, claro, si es lo suficientemente alta. Para nosotros, los bajitos, el proceso empieza desde que nos subimos. Por eso coger un SITP vacío, a las cinco y media de la tarde, en plena hora pico, es de las cosas más placenteras inimaginables. Poder ver hacia afuera y levantarse, porque obviamente se puede ir sentado, pocos metros antes de la parada. Aquella ruta ha sido el mejor descubrimiento que he hecho en Bogotá.
Sinceramente, la ciudad no me parece bella. Tiene sus lugares, sus barrios donde un café cuesta seis mil pesos, pero en general, es como cualquier otra ciudad capital: hay de todo. Bogotá es una mezcla de culturas en constante movimiento. Restaurantes de todo el mundo en una pequeña manzana, todos manejados o por personas de sus respectivas nacionalidades, o por paisas. También hay una clara variedad de café. Desde el de 500, servido en un vaso de plástico de unos seis centímetros y de un color entre azul y verde, hasta el café extranjero más caro y complicado, que, a mi parecer, no tiene nada de espacial. Hablo, obviamente, de la invasión de los Starbucks.
Al caminar se pueden ver todo tipo de especies. Por ejemplo, está el gomelo, aquel que lleva en su mano un vaso blanco con el logo verde de la cadena de la sirena. También tenemos al cachaco, una especie, anterior al gomelo, que se encuentra en vía de extinción. Hoy en dia es un privilegio, o tal vez no tanto, escuchar su canto de apareamiento: el famoso y envidiado ala. También el peligroso ñero: un cazador experto que ronda en busca de presa en casi todos los barrios. Se cuenta que, normalmente, no son agresivos, pero las otras especies, precavidas como siempre, suelen cambiarse de acera a la más mínima señal de una ceja partida, una gorra plana, una camiseta demasiado larga o unos labios en perpetua forma de pato.
Para nosotros, el relax con el que andan los extranjeros en el centro desencaja con la ciudad y su esencia. Simplemente no tiene sentido. He escuchado de bogotanos que cargan con un celular extra para entregar en el atraco, con dos billeteras y cincuenta mil pesos escondidos en la media izquierda. En realidad, no se los reprocho. La paranoia bogotana está más que justificada. La historia y las historias de Bogotá le dan el derecho al rolo de tener cuidado, tal vez más de lo necesario. Pero es esa historia la que le da a la ciudad el poco encanto que tiene. Desde museos arqueológicos de una civilización olvidada por el mundo y de arte con obras espectaculares, hasta monumentos majestuosos y paisajes urbanos impresionantes. Bogotá es una ciudad de recuerdos que merece ser recordada.

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